miércoles, 18 de agosto de 1993

Las Bibliotecas Públicas, asignatura pendiente



Las Bibliotecas Públicas, asignatura pendiente.*

            La próximo celebración en Barcelona (22 al 28 de agosto) del 59 Consejo y Conferencia General de IFLA (Federación Internacional de Asociaciones de Bibliotecarios y Bibliotecas) es ocasión propicia para reflexionar sobre el estado actual de la lectura pública en nuestro país. El hecho, además, de que la Conferencia gire en torno a la biblioteca universal (las bibliotecas como centros para la disponibilidad mundial de la información) pone el dedo en la llaga sobre la situación de la mayoría de las bibliotecas públicas en España.
            Hace unos meses, en el curso del seminario La Sociedad Lectora que tuvo lugar en Madrid, se alzaron  voces en representación de diversos sectores (críticos, bibliotecarios, editores y técnicos de la Administración) recordando que las bibliotecas públicas constituían la asignatura pendiente de la política cultural española. Es cierto que es una responsabilidad compartida, pues las competencias sobre libro y bibliotecas están transferidas a las Comunidades Autónomas; pero el Ministerio de Cultura tiene la obligación de vertebrar y poner en marcha el Sistema Español de Bibliotecas, en el que tanto la Biblioteca Nacional como las Bibliotecas Públicas del Estado tienen papeles primordiales como ejes, respectivamente, del sistema nacional y de los correspondientes sistemas provinciales.
            Como en tantos otros campos, lógicamente, se ha avanzado durante la última década. Pero no con la intensidad que se intuía en 1982, cuando la victoria del PSOE alumbraba grandes esperanzas para que existiera una verdadera política bibliotecaria y se definiese un plan nacional de lectura pública con la colaboración del Estado y de las Comunidades Autónomas. Latía el recuerdo de María Moliner, que en la II República elaboró un Plan de Bibliotecas todavía válido en gran medida, y la circunstancia de que los nuevos responsables públicos tenían probada sensibilidad hacia la lectura. Pero el paso de los años fue eclipsando aquella esperanza, no exenta de  realizaciones puntuales y de mejoras globales pero faltando  una verdadera conciencia sobre el papel que la biblioteca pública ejerce en la persona y en la sociedad como centro básico para la información, la educación, la cultura y el ocio de la comunidad.
            Los distintos estudios sobre hábitos culturales  apuntan  que apenas un 20% de los mayores de 18 años pueden considerarse lectores habituales y que sólo un 11% acudieron en 1990 a una biblioteca pública, frente al 90% que se consideran asiduos de la televisión. Y de poco sirven las campañas de invitación a la lectura cuando, por una parte, desde los medios de comunicación públicos (especialmente TVE) se está propiciando una sociedad no lectora, acrítica y pasiva y, de otro lado, se carece de una adecuada y extensa red de lectura pública que permita a todas las personas, sin discriminación por su lugar de residencia o por su condición sociocultural, acceder gratuitamente al libro y la información. En este sentido, el primer paso para cambiar esta situación es considerar a la biblioteca pública un servicio público de primer orden, además de un derecho constitucional implícitamente ya reconocido.
            Es constatable que las bibliotecas abiertas están siempre repletas de público, aunque muchas veces no puedan cumplir sus fines por falta de medios técnicos o personales. Pero el número de ciudadanos españoles que no pueden acogerse a algún tipo de servicio bibliotecario es todavía muy importante. Otro problema es el de la cualificación y estabilidad  de los profesionales: si en su gran mayoría es verdad que trabajan con un voluntarismo encomiable, el escaso reconocimiento social y político hacia el bibliotecario hacen que todavía muchos responsables públicos consideren que cualquier persona está preparada técnicamente para dirigir o trabajar en una biblioteca. Respecto a la crisis lectora que se produce en los jóvenes, hay que relacionarla directamente con la inexistencia de bibliotecas escolares; sorprende que el Ministerio de Educación y la mayoría de los responsables educativos autonómicos tengan en alta estima a la biblioteca escolar pero no consideren conveniente la existencia de un bibliotecario que, como técnico, colabore con el conjunto de la comunidad educativa.       
            Sobre la consideración política que existe hacia la biblioteca, sólo hay que consultar los programas electorales de los partidos  con implantación nacional para  las elecciones generales. Si  añadimos las practicamente nulas referencias que al respecto pudieron oirse o escribirse en la última convocatoria electoral, estaremos ante síntomas evidentes de una actitud que resulta preocupante. Incluso las declaraciones programáticas de la actual ministra de Cultura, vinculada especialmente al mundo del arte y sin mencionar el campo bibliotecario, constituyen la constatación de que estos centros públicos de información entran en las prioridades de muy pocos dirigentes. Al respecto, por ejemplo, recordemos que el Ministerio de Cultura tiene paralizados sus dos programas inversores básicos: la construcción o mejora de Bibliotecas Públicas del Estado y su programa de informatización. ¿Qué pasará en 1994, cuando ya se reconoce públicamente la crisis económica?.
            Pensar en las bibliotecas públicas es invertir en el grado de madurez de una sociedad, de un país. Por ello, diseñar una verdadera política bibliotecaria contribuirá no sólo a democratizar el libro y la lectura sino también a formar integralmente a los ciudadanos. Sin bibliotecas suficientes y adecuadas, los modelos educativos están condenados al fracaso. Pero deseo dejar abierta la puerta a la esperanza: la celebración de la Conferencia de la IFLA puede ser motivo y cauce para sensibilizar a la opinión pública y para que los responsables políticos se conviertan en verdaderos defensores de la biblioteca pública.


* Diario 16 (18-8-1993), p. 12