Las Bibliotecas Públicas,
asignatura pendiente.*
La próximo celebración en Barcelona
(22 al 28 de agosto) del 59 Consejo y Conferencia General de IFLA (Federación Internacional
de Asociaciones de Bibliotecarios y Bibliotecas) es ocasión propicia para
reflexionar sobre el estado actual de la lectura pública en nuestro país. El
hecho, además, de que la Conferencia gire en torno a la biblioteca universal
(las bibliotecas como centros para la disponibilidad mundial de la información)
pone el dedo en la llaga sobre la situación de la mayoría de las bibliotecas
públicas en España.
Hace unos meses, en el curso del
seminario La Sociedad Lectora que
tuvo lugar en Madrid, se alzaron voces
en representación de diversos sectores (críticos, bibliotecarios, editores y
técnicos de la Administración) recordando que las bibliotecas públicas
constituían la asignatura pendiente de la política cultural española. Es cierto
que es una responsabilidad compartida, pues las competencias sobre libro y
bibliotecas están transferidas a las Comunidades Autónomas; pero el Ministerio
de Cultura tiene la obligación de vertebrar y poner en marcha el Sistema Español de Bibliotecas, en el
que tanto la Biblioteca Nacional como las Bibliotecas Públicas del Estado
tienen papeles primordiales como ejes, respectivamente, del sistema nacional y
de los correspondientes sistemas provinciales.
Como en tantos otros campos,
lógicamente, se ha avanzado durante la última década. Pero no con la intensidad
que se intuía en 1982, cuando la victoria del PSOE alumbraba grandes esperanzas
para que existiera una verdadera política bibliotecaria y se definiese un plan
nacional de lectura pública con la colaboración del Estado y de las Comunidades
Autónomas. Latía el recuerdo de María Moliner, que en la II República elaboró
un Plan de Bibliotecas todavía válido en gran medida, y la circunstancia de que
los nuevos responsables públicos tenían probada sensibilidad hacia la lectura.
Pero el paso de los años fue eclipsando aquella esperanza, no exenta de realizaciones puntuales y de mejoras globales
pero faltando una verdadera conciencia
sobre el papel que la biblioteca pública ejerce en la persona y en la sociedad
como centro básico para la información, la educación, la cultura y el ocio de
la comunidad.
Los distintos estudios sobre hábitos
culturales apuntan que apenas un 20% de los mayores de 18 años
pueden considerarse lectores habituales y que sólo un 11% acudieron en 1990 a
una biblioteca pública, frente al 90% que se consideran asiduos de la
televisión. Y de poco sirven las campañas de invitación a la lectura cuando,
por una parte, desde los medios de comunicación públicos (especialmente TVE) se
está propiciando una sociedad no lectora, acrítica y pasiva y, de otro lado, se
carece de una adecuada y extensa red de lectura pública que permita a todas las
personas, sin discriminación por su lugar de residencia o por su condición
sociocultural, acceder gratuitamente al libro y la información. En este
sentido, el primer paso para cambiar esta situación es considerar a la
biblioteca pública un servicio público de primer orden, además de un derecho
constitucional implícitamente ya reconocido.
Es constatable que las bibliotecas abiertas
están siempre repletas de público, aunque muchas veces no puedan cumplir sus
fines por falta de medios técnicos o personales. Pero el número de ciudadanos
españoles que no pueden acogerse a algún tipo de servicio bibliotecario es
todavía muy importante. Otro problema es el de la cualificación y
estabilidad de los profesionales: si en
su gran mayoría es verdad que trabajan con un voluntarismo encomiable, el
escaso reconocimiento social y político hacia el bibliotecario hacen que
todavía muchos responsables públicos consideren que cualquier persona está
preparada técnicamente para dirigir o trabajar en una biblioteca. Respecto a la
crisis lectora que se produce en los jóvenes, hay que relacionarla directamente
con la inexistencia de bibliotecas escolares; sorprende que el Ministerio de
Educación y la mayoría de los responsables educativos autonómicos tengan en
alta estima a la biblioteca escolar pero no consideren conveniente la
existencia de un bibliotecario que, como técnico, colabore con el conjunto de
la comunidad educativa.
Sobre la consideración política que
existe hacia la biblioteca, sólo hay que consultar los programas electorales de
los partidos con implantación nacional
para las elecciones generales. Si añadimos las practicamente nulas referencias
que al respecto pudieron oirse o escribirse en la última convocatoria
electoral, estaremos ante síntomas evidentes de una actitud que resulta
preocupante. Incluso las declaraciones programáticas de la actual ministra de
Cultura, vinculada especialmente al mundo del arte y sin mencionar el campo
bibliotecario, constituyen la constatación de que estos centros públicos de
información entran en las prioridades de muy pocos dirigentes. Al respecto, por
ejemplo, recordemos que el Ministerio de Cultura tiene paralizados sus dos
programas inversores básicos: la construcción o mejora de Bibliotecas Públicas
del Estado y su programa de informatización. ¿Qué pasará en 1994, cuando ya se
reconoce públicamente la crisis económica?.
Pensar en las bibliotecas públicas
es invertir en el grado de madurez de una sociedad, de un país. Por ello,
diseñar una verdadera política bibliotecaria contribuirá no sólo a democratizar
el libro y la lectura sino también a formar integralmente a los ciudadanos. Sin
bibliotecas suficientes y adecuadas, los modelos educativos están condenados al
fracaso. Pero deseo dejar abierta la puerta a la esperanza: la celebración de
la Conferencia de la IFLA puede ser motivo y cauce para sensibilizar a la
opinión pública y para que los responsables políticos se conviertan en
verdaderos defensores de la biblioteca pública.
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