Bibliotecas Públicas y desigualdades*
Escucho reiteradamente a
altos responsables públicos de nuestro país o de las comunidades autónomas un
viejo grito: “todos los españoles tenemos los mismos derechos”, o “debemos
velar para que todos los españoles tengan los mismos derechos”, …o frases
parecidas. Y ello en múltiples temas:
educación, sanidad, vivienda,… Sin embargo son pocos los políticos que se hayan
pronunciado sobre el derecho de todos los españoles a leer, a informarse, a
educarse permanentemente mediante uno de los servicios públicos que aún tienen
una consideración como de segunda fila, no esenciales: la biblioteca pública.
Vivimos en una sociedad que desea tener unas propiedades
que la conviertan en la llamada Sociedad de la Información y del
Conocimiento. Y se hacen planes para extender internet, se ofrecen cursos de
alfabetización digital, se quiere construir progresivamente una administración
electrónica, y grandes empresas del sector y entidades intentan facilitarnos
eso de “poner un PC en nuestra vida”. Pero no proliferan los políticos o
incluso los intelectuales que proclamen su confianza en una institución tan
respetada por la UNESCO
y de tan fuerte implantación en países anglosajones, escandinavos, etc. como es
la biblioteca pública.
España ha dado sin duda un gran salto en las últimas dos
décadas en cuanto al desarrollo de servicios públicos de lectura e información,
que es lo que son realmente las bibliotecas.
Ministerio de Cultura, Comunidades Autónomas y Corporaciones Locales han
realizado esfuerzos para crear, modernizar o desarrollar bibliotecas públicas.
Sin duda, las estadísticas son un fiel reflejo de este avance que, como en
tantos otros campos de los servicios públicos, ha experimentado España.
Pero me parece que uno de los factores más preocupantes
sigue siendo la bastante generalizada carencia del reconocimiento de este
derecho ciudadano. Aunque la Constitución Española reconoce el “acceso a la
cultura” como un derecho de todos los españoles (art. 44) y también el derecho a “recibir
libremente información veraz” (art. 20.1.d) o, genéricamente, el “derecho a la
educación” (art. 27), estos tres pilares que constituyen la misión de la
biblioteca pública (cultura, información y educación permanente) no han logrado
convertirse jurídicamente en un derecho
que revierta en la universalización o democratización del acceso de los españoles
a servicios de biblioteca pública.
Si analizamos las grandes o medianas ciudades españolas,
las estadísticas nos hablan de carencias de bibliotecas en muchos de sus
barrios, de colecciones obsoletas e insuficientes. En general, con excepciones
que confirman la regla, estas ciudades
no han implantado redes urbanas de bibliotecas públicas en consonancia con el
desarrollo que los servicios sanitarios, educativos, comerciales, deportivos,
etc. han tenido en esos mismos municipios. Podemos afirmar que el mosaico
español es en cuanto a bibliotecas públicas un fiel reflejo de la desigualdad
de los ciudadanos para acceder a servicios bibliotecarios.
Pero esta desigualdad se agrava en los municipios más
pequeños. La Ley
7/1985, Reguladora de las Bases del Régimen Local, única legislación de carácter
nacional que establece como servicio básico y obligatorio la biblioteca pública
en los municipios, sólo obliga a los mayores de 5.000 habitantes, y en este
caso tampoco define qué tipo de servicios deben prestarse en los municipios en
razón a su población. Por esta razón, la puesta en marcha de servicios
bibliotecarios ha tenido y tiene mucho que ver con la voluntad política de los
dirigentes públicos. Es decir, la voluntariedad y luego el reconocimiento de
que las bibliotecas públicas son socialmente necesarias y políticamente
rentables han servido de estímulo para crear o potenciar servicios
bibliotecarios. Lógicamente, esa voluntariedad ha chocado aún más con los
condicionantes presupuestarios en los municipios más pequeños. Los más
recientes datos hechos públicos por el Ministerio de Cultura y las Comunidades
Autónomas, correspondientes al año 2002, son verdaderamente escalofriantes:
aproximadamente 3.200 municipios españoles carecen de cualquier tipo de acceso
a servicios de biblioteca pública. Es cierto que ese altísimo porcentaje de los
municipios españoles que no tienen biblioteca o no reciben servicios de
biblioteca móvil se corresponde globalmente con un 4% de la población, pero los
españoles no pueden sufrir discriminación alguna en razón de su residencia.
Además, aunque estadísticamente se considere que una ciudad determinada tenga
cubierto el servicio porque exista una biblioteca para 50.000, 70.000 o incluso
más habitantes, no podemos aceptar esta hipocresía estadística. ¿Se imaginan
ustedes una ciudad de esa población con un único Instituto de Bachillerato o
con un único Centro de Salud? Pues en bibliotecas es bastante corriente.
A falta de una Ley de Coordinación Bibliotecaria estatal,
que sirva de Ley-marco para el conjunto del país, las legislaciones
autonómicas, distintas y distantes en forma, tiempo y características de los
servicios de biblioteca pública, no han resuelto en la mayoría de los casos la
pregunta crucial de quién tiene la obligación de crear y sostener una
biblioteca pública. En muchas regiones el listón para crear bibliotecas
públicas se situó en los 5.000 habitantes que marcó la Ley de Bases de Régimen Local.
Otras optaron por los 3.000 habitantes que tradicionalmente recomendaba la UNESCO. Hay regiones
que han sido más democratizadoras de este derecho y situaron en 2.000 e incluso
en 1.000 habitantes la frontera para que el municipio contase con biblioteca
pública. Estas legislaciones, junto al desarrollo de planes bibliotecarios más
progresistas o a programas regionales que han venido apoyando financiera y
técnicamente el desarrollo de bibliotecas públicas municipales, han colaborado en articular un mosaico
bibliotecario verdaderamente desigual de unas regiones a otras y entre unos municipios
y otros.
Algunos de los indicadores del año 2002 son
verdaderamente expresivos: en cuanto a colecciones, con una media de 1,18
libros u otros soportes por habitante, frente a la ratio de 2,2 que tiene Castilla-La Mancha y que
constituye el mejor dato español, están Andalucía o Murcia, con sólo 0,7 por
habitante, Madrid con 0,8, la Comunidad Valenciana con 1,0 o Cataluña con
1,19. El gasto en adquisición de
colecciones es también significativo: con una media lamentable de 0,70
euros/habitante, Castilla-La Mancha figura a la cabeza con 1,57 frente a 0,34
de Andalucía, 0,37 de Aragón o 0,.49 de Murcia.
Respecto al gasto total en bibliotecas por habitante, con una media de
7,67 euros/habitante, figuran a la cabeza Cataluña y Castilla-La Mancha, respectivamente
con 11,08 y 10,68 euros, frente a los 3,58 de Andalucía. Este desigual gasto, que sitúa a regiones
tradicionalmente pobres como Castilla-La Mancha a la cabeza en muchos de los
indicadores, refleja las políticas estables y de decidido apoyo a las
bibliotecas municipales, frente a Comunidades en las que los municipios no han
gozado de similares apoyos de su correspondiente Administración
Autonómica. El mayor gasto en
bibliotecas se corresponde con unas bibliotecas más dinámicas y con mejores servicios.
Así, por ejemplo, si analizamos las actividades culturales de las bibliotecas,
con una media del 68% de bibliotecas que organizan actividades, están en los puestos más altos Cataluña (91%), Canarias (88,5) y Castilla-La Mancha (85%),
frente a Navarra (46%) y Andalucía y Valencia (ambas con el 58%).
Desde hace más de una década vengo reclamando que,
mediante el consenso de las Comunidades Autónomas y el Ministerio de
Cultura, las Cortes Generales puedan
aprobar una Ley que determine las características básicas del servicio de
biblioteca pública en España y legisle en cada caso qué administración está
obligada a desarrollar los distintos servicios bibliotecarios. Un paso
necesario sería la celebración de una Conferencia Sectorial de Cultura dedicada
a analizar y buscar soluciones para que las bibliotecas públicas dejen de ser
una de las clásicas asignaturas pendientes de las políticas culturales de las
distintas Administraciones Públicas españolas.
Aunque incluso hay profesionales que proclaman que el
Ministerio nada tiene que hacer en esta tarea, nuestra Constitución dejó muy
clara la resolución de estas desigualdades: “El Estado tiene competencia
exclusiva sobre…la regulación de las condiciones básicas que garanticen la
igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos…” (art.
149.1.1ª) Y por si aún hay alguien que tenga dudas, recordamos otro texto
constitucional: “El Estado podrá dictar
leyes que establezcan los principios necesarios para armonizar las
disposiciones normativas de las Comunidades Autónomas, aun en el caso de
materias atribuidas a la competencia de éstas, cuando así lo exija el interés
general. Corresponde a las Cortes
Generales, por mayoría absoluta de cada Cámara, la apreciación de esta
necesidad” (art. 150.3).
Consiguientemente, la Ministra de Cultura, tan parca hasta el momento
en compromisos que puedan dar idea de que el Ministerio va a tener entre sus
prioridades una política bibliotecaria acorde con las necesidades de los
ciudadanos del siglo XXI, no puede seguir mirando a otro lado. Si busca la
“excelencia cultural”, las bibliotecas públicas deben situarse en el corazón de
toda política cultural. De no ser así, fracasarán. Y, si no, al tiempo.
*
La Tribuna
de Toledo (26 y 27 de septiembre de 2004), pág. 3. Este artículo se publicó
también, los mismos días, en las otras
seis ediciones de este medio de comunicación en Castilla-La Mancha (La
Tribuna de
Albacete, La Tribuna
de Ciudad Real, La Tribuna
de Cuenca, La Tribuna
de Guadalajara, La Tribuna de Puertollano y
La Tribuna
de Talavera).
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