¡Quememos
los libros! ¡Asfixiemos las ideas!
Libertad
de expresión en las bibliotecas públicas
La historia está llena de
acontecimientos que relatan la quema o prohibición de libros o la persecución o
quema de personas en razón de las ideas. Basta con buscar en wikipedia
u otros recursos de información términos relacionados con este tema, o con la censura o la libertad de expresión, para
vislumbrar cuánta intolerancia y cuántos conflictos se han sucedido a lo largo
de los siglos en razón de las ideas. Libros como Fahrenheit 451, novela publicada en 1953 por el
escritor estadounidense Ray Bradbury, es una lección de la intolerancia de un
gobierno y cómo se desarrolla la orden de quemar aquellos libros que el
poder ha ordenado eliminar. Otras
novelas, como 1984, de George Orwell, describen “una sociedad donde se manipula la
información y se practica la vigilancia masiva y la represión política y
social”. El término
«orwelliano» es sinónimo de las sociedades u organizaciones que tienen
actitudes totalitarias y represoras como las representadas en esta novela.
Pero la sociedad
orwelliana y las sociedades
censoras y represoras no han muerto. Incluso en nuestro tiempo y en sociedades calificadas
como democráticas se desarrollan actuaciones que tienen que ver con la
implantación del pensamiento único y el desprecio a las minorías o a los grupos
que defienden postulados “no políticamente correctos”. Y esas cosas no pasan
sólo fuera de nuestras fronteras. De forma reiterada he escrito que me interesan
más las actitudes de los gobernantes, su talante democrático, que el éxito de
sus programas. Los presupuestos siempre pueden constituir una excusa para no
corregir problemas; la crisis siempre es una buena etiqueta para justificar una
situación socioeconómica, cifras de parados o bajos salarios; y las
corrupciones de un partido o de un gobernante siempre se utilizan para
empequeñecer y entender las propias situaciones en ese ámbito…Y así podríamos
enumerar muchas “buenas razones” que se desarrollan en el comportamiento
político día tras día.
Pero,
personalmente, lo que me parece más condenable y despreciable en un gobernante,
en un partido político o en cualquier entidad, es limitar la libertad de
expresión y la libre circulación de las ideas por razones ideológicas,
religiosas o de otro tipo. Respeto
siempre a las ideas del otro, fomentando el diálogo, pero, por supuesto, sin
permitir la violencia o el odio.
Por
esto me gustan, amo y defiendo las bibliotecas públicas. Porque son un servicio
básico para la sociedad independiente y sin barreras de sexo, de edad, ideológicas, religiosas, de clase social,
intelectuales…. El Manifiesto de la UNESCO sobre la biblioteca pública (1994) es clarísimo al respecto: “Ni los fondos ni los servicios han de estar
sujetos a forma alguna de censura ideológica, política o religiosa, ni a
presiones comerciales.” Y este otro párrafo del Manifiesto tiene mucha
claridad: “La biblioteca pública es un
centro de información que facilita a los usuarios todo tipo de datos y
conocimientos. La biblioteca pública presta sus servicios sobre la base de
igualdad de acceso de todas las personas, independientemente de su edad, raza,
sexo, religión, nacionalidad, idioma o condición social.”
Estos días en el blog Libropatas la periodista
Raquel C. Pico ha publicado un
interesante artículo sobre los libros prohibidos o censurados durante el
franquismo (http://www.libropatas.com/listas/los-libros-prohibidos-la-dictadura-franquista/)
que he leído con mucho interés. Ello me ha recordado el miedo que pasé en la
aduana con Francia cuando a finales de los años sesenta regresaba de un intercambio
juvenil con la maleta con bastantes de los libros que entonces estaban
prohibidos en España. Conservo algunos de ellos, como la breve Historia de España de Pierre Vilar,
publicada por la mítica Librería Española de París, y el libro de Rafael
Alberti El poeta en la calle. Luego,
experimenté en mis carnes lo que era la prohibición de leer en público versos
de mis poetas preferidos, incluso de Antonio Machado, y yo mismo escribí algún
poema en clave metafórica aludiendo a que algún día se rompería “la soga” que
nos oprimía todavía en el
tardofranquismo.
Pero me impresionan, ahora como
bibliotecario, las oleadas de intolerancia que salpican nuestra formal
democracia. Nuestra sociedad está repleta de demócratas que tienen una característica o condición: que el otro,
sea adversario o simplemente distinto, tenga un pensamiento que coincida con el
que el gobierno de turno defiende. Cuando el pensamiento es distinto, surge el
conflicto y el “demócrata” se convierte en totalitario, argumentando con
razones diversas. En la Biblioteca de
Castilla-La Mancha recibo a veces listas de libros que un usuario muy demócrata
me indica deben desaparecer de los fondos de la Biblioteca. También a veces
personas concretas me indican que tal
conferencia no debería pronunciarse o que determinado libro no puede
presentarse en la Biblioteca. Y siempre son grandes paladines de la libertad, “demócratas”
que entienden que las bibliotecas públicas seamos faros de la libertad de
expresión, oasis del encuentro y de la convivencia, pero, eso sí, siempre que
la iniciativa cultural coincida con el pensamiento de quienes, sin darse
cuenta, se convierten en los nuevos censores del régimen y de la sociedad. No
hay nada que me moleste más que un grupo de ciudadanos, ya sean de extrema
izquierda o de extrema derecha, o sean simplemente “paladines de la libertad”
(según ellos, claro) que interrumpen o impiden el desarrollo de un acto sólo
por el “delito” de que quienes intervienen no tienen las mismas ideas que
quienes impiden a los oradores el libre ejercicio de la libertad de expresión.
Creo que no hay mayor acto de intolerancia que el que esos grupos practican.
Las bibliotecas públicas no son de
los gobiernos ni de los funcionarios que trabajamos en ellas. Son de los
ciudadanos, que las financian con sus impuestos. Ciudadanos de cualquier idea,
de cualquier religión o ateo; de cualquier partido político o sin adscripción
política; aportan con sus impuestos el
presupuesto que las bibliotecas necesitan para funcionar cotidianamente. Y si
ciudadanos de cualquier ideología financian una biblioteca entiendo que es
legítimo que el pensamiento de cualquier tipo, expresado en un libro o en una
conferencia, forme parte de la programación cultural de una biblioteca o de le
sus colecciones.
Soy un defensor de las bibliotecas
públicas y de su fuerza democrática. Por eso me produce muchísimo dolor cuando
aparecen nuevos censores, que criticaron siempre a los censores del franquismo
y de otros territorios, que tiran la
piedra contra los nuevos “anatemas” que no aceptan el pensamiento único. Tal
vez los nuevos ataques contra la libertad de expresión son un termómetro de que
nuestro sistema democrático tiene aún muchas debilidades. Por mi parte, seguiré creyendo y defendiendo
la libertad de expresión y trabajando por ella desde las bibliotecas públicas.
Espero que nadie utilice el título
de este artículo para justificar la quema de libros y la asfixia de las ideas y
del pensamiento. Con este título deseaba provocar a quienes tengan la tentación
de ejercer la censura en nuestro tiempo.
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