Lapiceros
eternos*
Todos
tenemos experiencia de cómo los niños son remisos muchas veces a dejar sus
lapiceros, goma de borrar,...a sus compañeros. Y la razón suele ser bien
sencilla: se gastan. Son pequeños egoísmos, reflejo de las tacañerías más
importantes que en tantas ocasiones mostramos los mayores. Pero, al mismo
tiempo, cada día conocemos la historia de personas eminentemente solidarias,
entregadas a los demás, generosas, hombres y mujeres que vuelcan sus energías
en el otro. En una sociedad como la nuestra, tan desprestigiada por los
numerosos hechos negativos como se suceden, sería necesario que cada jornada
los medios de comunicación rescatasen del silencio y el anonimato una historia
de amor, las pinceladas básicas que permitieran a las gentes conocer los rasgos
vitales de unas biografías que normalmente pueden motivar y animar a salir de la mediocridad y
la vida cómoda.
Y no
estoy hablando de perfecciones. Todos sabemos que hasta los santos oficiales participaron en ocasiones de las miserias, errores y
limitaciones humanas; fueron santos a pesar de sus debilidades y nunca se
consideraron a sí mismo héroes ni mártires, sino personas que necesitaban
imperiosamente cumplir una misión, dar a los demás gratuitamente un poco al
menos de lo que reconocían haber recibido. Los ejemplos son múltiples.
Hace
unos días conocí a una monja concepcionista que ha entregado toda su vida al
convento. Era una visita profesional,
con motivo del Catálogo del Patrimonio
Bibliográfico. Salí verdaderamente impresionado, no sólo por la sabiduría de
estas religiosas sino por su dedicación y por el cariño con que conservan su
patrimonio histórico‑artístico. Y me admiré por la serenidad con que afrontan
tanto la vida como la muerte: “Yo no quiero morirme ‑me decía‑, porque creo que
aún puedo hacer muchas cosas; pero, al mismo tiempo, deseo morir porque sé que
voy con Cristo”. En definitiva, contenta con todo, aceptando gozosamente todo.
También
entre los profesionales encontramos personas que no han escatimado esfuerzos
para servir a los demás con una intensidad superior a la normalmente habitual
en un trabajo retribuído. He sido testigo de la jubilación de Julia Méndez
Aparicio, directora de la Biblioteca Pública Provincial desde el año 1958 hasta
el pasado 25 de marzo. Indudablemente sin ella no contaríamos los toledanos ni
la comunidad investigadora con unas colecciones bibliográficas tan importantes,
recopiladas con inaudito tesón por esta mujer de raíces leonesas que nos deja
importantes catálogos sobre los incunables y las obras del siglo XVI, estudios
sobre las encuadernaciones mudéjares, etc. Su libro La Biblioteca Pública, ¿índice del subdesarrollo español? es ya un clásico en los estudios de
biblioteconomía; y todos los profesionales reconocen el trabajo modélico que
Julia hizo dirigiendo el Centro Provincial Coordinador de Bibliotecas o
formando a nuevos bibliotecarios.
Y estos
días hay un caso bien peculiar: el cardenal de Toledo, don Marcelo, con sus 77
años, está recorriendo todos los
arciprestazgos. La carta que escribió anunciando esta visita cuaresmal es bien
explícita: “Quisiera recorrer toda la diócesis y agotar mis energías predicando
el Evangelio de Jesucristo...”
Seguro
que todos ustedes conocen muchísimas más vidas así, que merecen ser contadas.
Son personas, en definitiva, que han descubierto que su lapicero, su vida, goza
de eternidad y no tienen miedo alguno de que se gaste. ¡Y qué suerte sacar
punta a un lápiz que sabemos no se termina nunca...!
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